dice Drácula, y dice bien, dado que es un vampiro… Pero para los seres humanos, el sol, tu más mortífero enemigo, querido Príncipe de las Tinieblas, es la vida. Ese sol que se encuentra velado por una densa niebla alcarreña en este amanecer bajo cero. Los campos están helados y el silencio es absoluto dado que no corre el viento. Sólo se escucha el chirriar del pedaleo y mi respiración. En apenas unos minutos, desde que saliera de la cafetería donde desayuné, las orejas empiezan a dolerme hasta la insensibilización. Cifuentes, donde he pasado la noche, ha quedado atrás y la nuclear de Trillo, a la que quería visitar para hacerle un corte de mangas, queda oculta por estas nubes perezosas que difuminan el mundo a mi alrededor creando espectros con cada árbol.
Cuando me detengo para sacar unas fotos, pienso que podría ponerme el gorro debajo del casco, pero ya mis dedos han dejado de funcionarme y soy incapaz de abrir la alforja donde lo tengo guardado. Observo con sorpresa que los guantes están empezando a cubrirse de escarcha. Saco las fotos con dificultad, pues me es muy complicado apretar ese diminuto botón con estos dedazos de aprendiz de hombre de las nieves. Vuelvo a la bici, y empieza el congelamiento de la punta de los dedos de las manos (los pies aguantarán aún un poco más). Es mucho más doloroso que el de las orejas, y duradero, pero para mi asombro llega un momento en que dejo de sentirlo porque dejo de sentirlos, lo cual me retrotrae a una experiencia que tuve en Cercedilla, hace muchos años. Hice una excursión solitaria, a pie, en la que caminé hundiéndome en la nieve durante horas, por lo que se me empaparon las botas. Cuando volví a mi casa, el dedo chiquinín de uno de los pies se había quedado insensible, dormido, anestesiado. Y así se pasó varios días, lo cual llegó a preocuparme. Me pregunto, cuando veo cómo mi flequillo también empieza a blanquear sobre mis ojos, cuántas horas de congelación son precisas para que uno pierda algún dedo… Cobijo como puedo las manos, encogidos los deditos sobre sí mismos, rodeando a los pulgares, tras la bolsa de manillar, y guío la bicicleta con la presión de mis muñecas sobre la dirección, lo cual me hace sentir ligeramente inseguro, pero es la única oportunidad que se me ocurre puedo ofrecer a mis pobres manos para aliviarlas del castigo gélido.
Los pueblos se van sucediendo, la Alcarria que Cela describió en su viaje se ha convertido en un fantasma impenetrable. Ayer la disfruté y hoy la estoy sufriendo. La idea de pedalear solito durante algunos días fue muy buena: me encuentro en la gloria, pero la de hacerlo a finales de diciembre, en esta zona, ha sido nefasta, pues ahora lo único que deseo es zambullirme de cabeza en un agujero negro, donde tiempo y espacios se pliegan, para aparecer en apenas unos segundos en Madrid, en mi camita, con bufanda, calcetines, gorro de lana, guantes, bolsa de agua caliente, edredón de plumas y chocolate a la taza inyectado en vena.
Mis piernas se mueven con la mayor velocidad que puedo –las mallas me protegen eficazmente del frío, como lo hace el cortavientos-, y me llama mucho la atención que mi aliento se mantenga caliente, así que lo utilizo como un foco de atención/meditación que compatibilice el dolor de las manos. Ahora también mis brazos están cubriéndose de escarcha y, cuando voy a cambiar de piñón –tengo que pulsar la maneta con toda la mano, dado que no me es posible hacerlo con estos dedos patosos-, descubro que está cubierta de hielo. Pobre Walkyria… como su dueño, ella también llora lágrimas heladas. Paso junto a un arroyo y un ave enorme despliega pesadamente el vuelo, flopeando ante mí hasta desaparecer. Con el objeto de poder observar aves, llevo mis prismáticos a mano, pero lo que ahora no tengo son manos para cogerlos.
La mayor traición se produce cuando mi cuerpo me pide satisfacer una necesidad que va en contra de toda lógica, dada la situación en que me encuentro. ¿Cómo se le ocurre solicitarme orinar con la que está cayendo?, ¿por qué someter a uno de mis más preciados tesoros a semejante riesgo? Me quito los guantes, veo mis dedos gordotes y enrojecidos, apenas puedo doblarlos pero, cuando lo hago, siento mil pinchazos que los agujerean desde dentro, la sangre está llegando a las zonas periféricas y el dolor es inmenso. La sangre es la vida, para Drácula, pero a mí en este momento me está dando la muerte. Siento que el estómago se me revuelve, como cuando me dio aquella bajada de tensión después de donar sangre en ayunas. Incluso, como entonces, siento ganas de vomitar. Maldigo, gimo, respiro profundamente y me doblo por la bisagra de mi cintura cual autista asustado repetidamente (¿por qué haremos esto ante el dolor?) hasta que el cuerpo se medio templa, luego realizo la temeraria acción tan vilmente requerida y sigo mi camino.
Durón, Budia, viejas iglesias, campanadas, plazas mayor con soportales, villancicos que salen de unos altavoces atornillados al balcón del Ayuntamiento, perros cazadores ladrándome desde su encierro (esas especies de carros-jaula cogidos a los cuatro por cuatro), a la espera de que sus dueños salgan de tomarse el cafelito antes de iniciar su asesino cometido, y por fin, cuando asciendo hacia Fuentelaencina… ¡El sol, la vida!, cubriéndome de besos amarillos. El sol es la vida, amigo Drácula, el maravilloso sol que ayer me acompañó durante toda la jornada, desde Guadalajara hasta Cifuentes, y que me permitió incluso comer al aire libre frente al castillo de Torija. Me reconcilio con mis manos y orejas, pero un frío azul vibra en mis huesos, una gelidez que no me abandonará en todo el día y que morirá, ahogada, ya por la noche, por la ardiente ducha con la que rociaré mi frigocuerpo.
Atrás han quedado dos días en que busqué la soledad en estos albos y rojos campos alcarreños. Atrás ha quedado ya el 2012 y aquí, frente a mí, frente a todos, el 2013, dispuesto a ser pedaleado por aún no sabemos qué lugares maravillosos…
(Nota: esta crónica la escribí hace ya dos años. La subo hoy, 31 de diciembre de 2014, porque el frío que he pasado esta mañana en Madrid me ha estimulado a recordar aquel viaje…)
Bonito relato Walter. Experiencia vivida en consonancia con la naturaleza, nos pone a prueba, sabiendo integrarse en ella nos da su recompensa, es preciso conocer sus vaivenes.
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Gracias. Es efectivamente una experiencia muy en consonancia con la naturaleza, ¡sobre todo con su frío!
🙂
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