Los embriones urbanísticos se tuestan al sol, sus huesos cementados (estructuras esqueleto), su sistema nervioso (farolas, tuberías abandonadas) son recorridos por Susana y por mí con estas bicis de alquiler (a 10 euros el día) con las que pretendemos abordar, poco a poco, bajo el cada vez más intenso sol majorero, la línea de magníficos volcanes extintos que se eleva frente a nosotros en la lejanía. ¿Y cómo pueden, estas protuberancias inmensas, que despidieron magma y gases, ceniza y humo, hace millones de años, formar parte de este espectáculo de carreteras, hoteles y urbanizaciones a medio construir que las circundan y acorralan, que las aíslan y afean? Es inconcebible, para mí, que semejante proceso geológico, tan hermoso, destructor y fascinante como es el de las erupciones volcánicas, pueda ser absorbido e incorporado a nuestra civilización estresada de vehículos que van y vienen a sus pies con semejante falta de respeto. De algún modo, frente a estas moles bronceadas por un sol antiguo, lamidas por los siglos, se me despierta la adoración que por ellas pudieran sentir –y que aún siguen profesando, seguro- muchos pueblos indígenas del pasado, del presente y, por ende, el dolor al verlas así maltratadas.
Seguimos pedaleando por entre los montículos de tierra y gravilla, rodeados por las cintas de plástico que delimitan los perímetros de esta urbanización que no pudo ser, que quedó en fase embrionaria, feto abandonado ante la caída y muerte del ladrillazo. Sus calzadas a medio calzar han allanado parte del terreno que circunda el monte Bayuyo, al cual queremos acceder a través de una GR (Gran Ruta) a la que se le ha amputado una parte, aquélla que, ahora mismo, más necesitamos: la que conecta la localidad de Corralejo con la cadena de volcanes de orientación suroeste-nordeste, oblicuados en el mapa de Fuerteventura, una de las siete islas que configuran el archipiélago canario -en el que me encuentro por primera vez-, las Fortunae Insulae que Plinio el Viejo nombró allá por el año 40 antes de Cristo.
Aburridos, decidimos abortar la búsqueda más próxima e invertir el sentido de acceso al singular ecosistema semidesértico, volvemos a la carretera –que apenas tiene arcén, a pesar de ser nueva- e ir hasta Lajares, localidad desde la que se ve claramente en el mapa cómo sale la pista a Caldero Hundido.
El sol sigue barnizando de fuego la piel expuesta y pronto nuestras ruedas comienzan a resbalar con la arenisca ocre del camino por fin encontrado. El típico paisaje marciano se extiende ante nosotros –malpaís lo llaman aquí-: piedras volcánicas de diferentes tamaños y formas que aparecen dispersas sobre un suelo rojizo. En muchos lugares, un tono verdoso, producido por la asombrosa alianza hongo-alga que da lugar al liquen, cubre parcialmente el espectáculo pétreo. Crema solar e ingesta de agua se repiten con frecuencia, son una constante en las paradas que hacemos para tomar alguna foto. Susana, que se aloja en el Surf Camp y que se va a marchar en unas horas a Lanzarote, me pregunta si no me molesta que ponga música mientras pedaleamos. De esa forma, el grupo Myth nos acompaña a lo largo de la mañana, a través de una canción que Yeray –el monitor de surf- nos dio a conocer ayer.
Llegados a un collado entre dos volcanes, dejamos las bicis e iniciamos un corto pero acusado y resbaladizo ascenso a la cima de una de las montañas, con el objeto de ver de cerca su caldera, el cráter que se hundió una vez el volcán dejó de vomitar lava, hace tan solo 50.000 años. Una vez arriba, vemos llegar una cuadrilla de buggys que polvorean el camino y aparcan junto a nuestras bicis. Sus ocupantes, lentamente, descienden de ellos y también emprenden la subida a donde nos encontramos. El cielo es inmensa y abusivamente azul. Otras líneas de cadenas volcánicas se recortan en la lejanía y, a ambos lados, más allá, divisamos las dos costas del norte de la isla: tanto la del oeste –las playas de Cotillo y la Escalera, donde he surfeado estos días- y la del este, -donde se extienden las del Moro y el Burro, donde probablemente vayamos mañana, en mi última clase- pues Yeray ha consultado la página windguru e indica que el swell (oleaje) y viento procederán de África y, por lo tanto, nos tocará probar fortuna en alguna de esas playas de orientación este. Los buggyboys and buggygirls suben despacio, resbalándose, como nosotros, hacia la cima. La visión de los vehículos aparcados contrasta radicalmente con la de las vallas de piedra, cabras y viviendas integradas en el paisaje que duermen a los pies del volcán. Es imposible, reflexiono, en un acto de profundo e inusitado pesimismo, que la raza humana evolucione hacia medios de transporte no contaminantes –la bicicleta, en la actualidad- si ello le supone esfuerzo, mientras tenga opciones de seguir utilizando vehículos a motor. La pereza, la comodidad, el gusto por la velocidad y, a veces, incluso, por el mismo sonido agresivo de los motores se hallan firmemente aposentados en nuestras posaderas. Impensable, conociéndonos, que el acceso a este paraje se realice exclusivamente a pie, en bicicleta, burro o caballo. Seguiremos siendo derrochadores de combustibles fósiles o, en el futuro, usuarios de vehículos eléctricos, los cuales, aun cuando consigan ser no contaminantes –en ninguna de sus fases (tanto producción como uso)- sigan perpetuando la filosofía del mínimo esfuerzo y las prisas por ver cuantas más (cosas) en cuanto menos (tiempo); proporción inversa que nos condena, irremisiblemente, a no disfrutar con profundidad y calma de los espacios que visitamos, que los transforman en bienes de consumo rápido y fácil, desposeyéndolos de la magia, de la esencia que los caracteriza. ¿Cómo sentir el tiempo erosionado, ardiente, de este lugar por el que corretean, de tarde en tarde, ardillas o se ocultan, bajo las sombras de las piedras, los reptiles propios de tan magnífico y peculiar ecosistema si no es desplazándose a la velocidad justa –lenta- para apreciarlo?
Los buggybuggypeople ya nos han alcanzado, justo después de que haya cogido en una botella pequeña de plástico, vacía, tierra y piedrecillas de este lugar para regalársela a mis amigos Javier y Ángela. A él porque, con este ritual, es como si estuviese aquí conmigo, coronando esta montaña del mismo modo al que coronamos las cimas de nuestra querida Sierra del Guadarrama con tanta frecuencia. Y a ella porque, desde hace tiempo, tal y como me pidió en su día, le llevo tierras del mundo para su colección particular. Ninguno tiene la oportunidad de viajar del modo en que yo lo hago y, con este gesto, me solidarizo con ellos. Italianos, alemanes, ingleses están ya aquí arriba, con nosotros. Tras los saludos me informan de que la caldera más hermosa y definida, de 70 metros de profundidad, es la que tenemos enfrente –vaya, nos confundimos- y su acceso se realiza a través de una senda sólo practicable a pie.
Son las 12:15 y Susana quiere devolver la bici a las 13:00 horas para recuperar el dinero de la fianza y coger el ferry de las 14:00. Se me presenta un dilema: separarnos y, de esa forma, poder disfrutar de la caldera dejándola irse sola, o acompañarla, y perderme el deseado paraje. Me pregunto qué me importa más ahora: satisfacer la necesidad-curiosidad del visionado volcánico o la de ayudar al prójimo (en varias ocasiones, a lo largo de la mañana, ella hubiese tomado caminos equivocados, pues no era capaz de seguir las señales de la GR -dado que no tiene mucha experiencia ciclista- y quedan así como 12 km de un camino, que ninguno conocemos, a Corralejo). Como estoy algo bloqueado, me imagino cómo me sentiría si estuviese contemplando el deseado volcán solo, sin tener claro que ella estuviese yendo por el buen camino. La decisión está tomada y el acto de renuncia me hace reflexionar sobre el modo y el porqué de la presencia de esta chica en la ruta cicloturista que había pensado realizar sin compañía de nadie. Cuando le conté a Yeray mi propósito de recorrer esta parte de la isla en bici, al acabar las clases de surf, me dijo que puede que él se apuntase a hacerlo –no me preguntó si no me importaba su adhesión- pero como nos llevamos bien y, de algún modo, compensaba su atención surfera con mi experiencia cicloturista, no reivindiqué mi derecho a la soledad. Al cabo de unos días, al llegar Susana, él le habló del plan ciclista y la invitó a sumarse (al cual ella aceptó encantada), sin hacerme, de nuevo, la consulta de cortesía. De este modo, donde iba a haber uno, a su aire, ahora ya sumaban tres. Sopesé qué sentía al respecto y seguí aceptando la articulación de un futuro tan distinto al imaginado previamente. La mañana de la partida, para mi sorpresa, Yeray había dejado una nota en la cocina diciendo que, como se había acostado tarde, se descolgaba del plan, así que ahí me veía con Susana, a la que ni siquiera había invitado personalmente –y apenas conocía- presta al pedaleo y diciendo que había varios ferrys a horas distintas, con lo cual no tenía prisa. La realidad fue otra y, al final, sí que las tuvo, lo que había propiciado que me encontrase allí, acuclillado, cogiendo arena, sintiendo el polvo y las aristas de las piedrecillas entre mis dedos, mientras reflexionaba qué hacer ante el dilema. Me puse en pie, cerré el tapón rojo y me dije que, últimamente, si me he caracterizado por algo en mi tiempo libre, ha sido por buscar la soledad y descolgarme de montones de los planes propuestos por mis amigos. Quizás fuese tiempo de salirme un poco de mí mismo, de darme a los otros. Susana me dijo que no le importaba irse sola, que visitara el volcán si quería. Pero ya había tomado una decisión.
Llegados a la tienda de alquiler de bicis de Corralejo, devolvió la suya, nos despedimos y me quedé charlando con el alemán que allí se encontraba atendiendo al público, pues quería consultarle cómo acceder a la ruta que bordeaba la costa norte – “North Shore” denominada por los surfers, en clara complicidad con la homónima hawaiana-. Escandalizado porque hubiese utilizado esta híbrida –más bien tirando a urbana- en los volcanes, me desaconsejaba castigarla en la ruta costera, añadiendo, con educación, que cualquier desperfecto que la bici sufriese, al someterla al traqueteo de la pista pedregosa, correría por mi cuenta. Acepté el desafío, dado que las bicis de montaña que me ofrecía para tal empresa no tenían transportín, y la mía sí e, incluso, alforjas, y me marché en su busca…
13:30… Piedras… polvo… pista rastrillada transversalmente por el viento… Pedaleo en los laterales, las zonas más planas, o sobre las rodadas de los vehículos, evitando en lo posible el incómodo traqueteo minimontañeril que daña mi culo, muñecas, espalda y… bici. Apolo lanza sus flechas de fuego con una verticalidad sádica, su carro luminiscente se encuentra justo en el cenit. 14:00… 14:30… dunas, volcanes extintos a la izquierda, espuma, oleaje, azul intenso a la derecha. En varias ocasiones me detengo, pata de cabra, cuerpo desnudo, pinchazos en las plantas de los pies y, luego, el lamido del frescor oceánico. Con cuidado –los arrecifes parecen enjabonados-, incluso a gatas, me adentro en el agua hasta que por fin mi cabeza se sumerge. Floto. La marea me acuna. Mi cuerpo vaivaneado por este reloj lunar que baja y sube a capricho de Selene. También mi sangre y mis emociones a merced del satélite terrestre. Llevado por el oleaje, boca arriba, de espaldas al Océano Atlántico, extiendo mis manos para anclarme al arrecife y evitar que la marea me dañe contra él. Mis piernas, pene y ombligo asaeteados por el sol a través de las ondulantes aguas. De repente, en el dedo meñique de la mano izquierda siento, ñam, un suave pellizquito cangrejero de algún morador que ha visto invadida su casa por un apéndice carnoso gigante (menos mal que fue en el dedo…) Mensaje recibido. Salgo del agua con sumo cuidado. En las pequeñas oquedades que las rocas presentan, bañadas a impulsos por las olas, montones de pececillos de apariencia atigrada me observan con sus bolitas negras. Algunos, incluso, cuando me agacho a observarlos más de cerca, saltan con una fuerza increíble de su mini piscina natural para escapar de la potencial amenaza humana.
15:00… 15:30… Los casi 40 grados siguen ondulando mis hombros cremados. Parapetado bajo el sombrero veo pasar los 4×4 de las escuelas de surf pero, sobre todo, los vehículos particulares que portan las tablas y velas para hacer windsurf y kitesurf, los deportes estrella del paisaje marino que se extiende a lo largo de mi ruta ciclohornoturista en la que tengo como objetivo el faro de Tostón, el cual, allá en la lejanía, diminuto
, va marcando visualmente la distancia que recorro haciéndose cada vez más grande. Una vez allí, golpeado por un viento multidireccional, que me tira las gafas de sol, la bolsa donde guardo los frutos secos y que hace tambalear la bici sobre la pata de cabra, – un viento tan antiguo como la playa, considerada fósil por los elementos allí conservados-, me siento, como unos pocos anacardos y me marcho.
Dos litros y medio de agua, una manzana y algunos anacardos han sido mi sustento nutricional a lo largo de esta segunda etapa, la cual concluye con una pedalada fantasmagórica, a la máxima velocidad que el viento en contra me permite alcanzar, para llegar antes de las 19:00 a la tienda de bicis, donde el alemán –ahora más sonriente pues imagino que ha debido de hablar con el jefe y éste le habrá dicho que, efectivamente, yo le había anticipado mi propósito cicloturista para con la bici- me devuelve los 20 euros de fianza.
Con una inconfundible pesadez cabezona -propia de la insolación a la que me he expuesto durante el día- regreso al surf camp tras degustar un buen vaso de batido de chocolate fresquito y, tras ducharme y descansar, me dispongo a tomarle a Yeray la invitación -varias veces ofrecida por él, a lo largo de los días que llevo aquí- para salir a tomar algo y conocer la vida nocturna de Corralejo. Acepto para constatar, una vez más, cómo los mismos patrones de comportamiento que en mi juventud observé –sufrí- siguen produciéndose entre los noctívagos jóvenes –y no tan jóvenes- que se echan a la noche, desde mi punto de vista, con el casi exclusivo propósito de ver y ser visto. Para ver tienes que estar atento, alerta, a cuanto acontece a tu alrededor. Tus ojos se mueven de un lado a otro y permanecen poco tiempo fijados en los de la persona con la que, a duras penas, dado el volumen de la música, intentas mantener una conversación. Elevaciones de cejas, sonrisas tontas, saludos con la mano y frecuentes interrupciones son los hitos que jalonan esta ardua empresa –la de comunicarnos verbalmente- que en otras situaciones y lugares se produciría con naturalidad. Para ser visto (y olido), por otra parte, se requieren otras estrategias: ropas modernas, provocativas, bronceados exageradamente cobrizos, perfumes dulces e incluso una amplia gama de elementos de expresión corporal –la mayor parte de ellos utilizados de modo inconsciente- son desplegados por la mayoría de los allí masificados. Los ojos de todos, de todas, canicas de pin ball, izquierda, derecha, izquierda, derecha, buscan, buscan, absorben, absorben mientras que la música suena, suena, suena y todos beben, beben, beben mucho, mucho, mucho alcohol. A la mañana siguiente, con el cuerpo roto, castigado por ir contra natura -muestra evidente de que la especie humana ha de descansar por la noche- las conversaciones con los demás girarán en torno a la hora a la que te has acostado (parámetro social que parece determinar el grado de diversión disfrutada), las chicas que viste y, por lo general, aquéllas con las que te quedaste con ganas de conquistar. Rara vez, muy rara, el goce auténtico no provocado por sustancias etílicas o alucinógenas. Rara vez, muy rara, el encuentro enriquecedor, profundo, auténtico, con alguna de esas chicas que tanto anhelas o con las personas con las que hablaste. Mucha energía, tiempo, salud y dinero gastados, a mi juicio, para tan poca satisfacción, alegría y plenitud obtenidas.
A la una, más o menos, para desconcierto de algunos de los allí presentes, tranquilamente, me volví a casita para descansar y preparar el cuerpecillo para mi última clase de surf del día siguiente.
(Extracto del texto “Fuertesurfeando”, Walter Post Villacorta, julio 2013)