Neverland

Hace ya varios miles de años fui niño. Solía mancharme de barro con las presas que hacíamos tras abrir -insistentemente- el grifo de una de las numerosas fuentes que por aquel entonces, benditos tiempos, había en el parque de mi barrio, cuando todavía no sabíamos nada de cambios climáticos ni de los despilfarros asociados de los que, años más tarde, debimos hacernos responsables.

El parque, territorio obstinada y voluntariamente ignoto, ofrecía mil guaridas en las que esconderse, mil aventuras renovables por vivir. Una de ellas, como ya habréis adivinado, era la de surcarlo a toda velocidad en mi bici.

¿El primer puerto de mi vida? La cuesta que subía a la parte alta, por supuesto, a la que llegaba con un brote incontenible de sudor que limpiaba metiendo la cabeza bajo el chorro directo, intenso, de agua.

¿El primer viaje cicloturista? El que hacía las noches de verano por esos parajes cuajados de estrellas y toboganes, arenisca y columpios, mientras ya ciertos lobos merodeaban las sombras y los arbustos dibujaban contornos de calaveras que erizaban un incipiente, rubio, vello en mis brazos.

Esta tarde, tras venir del colegio donde trabajo, he metido, como siempre, mi bicicleta plegable en el pasillo. Al desatarme las deportivas, he alzado el rostro y la silueta del niño que no quiere crecer me ha mirado, desafiante, desde el manillar. Ha sido apenas un segundo, pero un fuerte impacto me ha dejado ahí, en cuclillas, pensando en esa infancia antediluviana. Peter Pan era uno de mis personajes favoritos, por eso es lógico que lo eligiera como emblema-soporte donde fijar el itinerario que he de seguir cuando voy a buscar a los niños, cada viernes, en el bicibús. Rumbo a Nuncajamás…Peter Pan… Cuántas veces habré soñado con volar, con tener un lugar imaginario, secreto, reservado el derecho de admisión, donde poder desplegar los mundos de fantasía que me nacían en el borde de la inocencia. Peter Pan… El niño que no quiere crecer… He sonreído… Crecí, míster Barrie, crecí… Perdí el brillo de la ingenuidad en la mirada y, a veces, incluso me he convertido en Garfio y he ahogado, con mis propias manos, varias princesas indias que me amaban sinceramente.

Luego, de súbito, sin ser invitados, varios tópicos han acudido, perros fieles, a lamerme las manos: «La infancia es el único paraíso del que nunca podrán expulsarnos», «Nunca es tarde para tener una infancia feliz», etecé, etecé.

Pero no era eso, no, lo que yo buscaba, la reflexión que serpenteaba por entre los pliegues de mi conciencia. No, no era eso. ¿Por qué pedaleamos?, no…, ¿por qué pedaleas, Walter? De nuevo una cohorte de argumentos manoseados, de tanto uso a lo largo de estos años y relatos, ha venido a rendirme pleitesía. Pero seguía yo rebelde, sin querer atenderlos, dejándolos de lado, mirándolos un tanto desconfiado. No me servís, les decía, ya no, hoy no.

He entrado en la cocina y mirado a través de la ventana, como si alguien me hubiera dicho que la respuesta estaba escrita en ese cielo azul de viernes por estrenar. Un vaso de agua. Dos.

Pedaleamos, pedaleas, a veces, porque quieres buscar la vida, allá afuera, y otras, qué duda cabe, amigo mío, porque quieres escapar de la muerte…p1120893

 

 

2 comentarios en “Neverland

  1. Cuando estés recién muerto,
    aún con la tibia tibia,
    aún con las uñas cortas,
    querrás hacer algo
    –lo que podías hacer ahora–;
    y ya habrán cerrado las tiendas y portales;
    y ya será muy tarde para llegar a tiempo
    a los que hoy te aman.

    Gloria Fuertes

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    1. Muy adecuado, además, para este momento de su aniversario. ¿Has ido ya a ver la exposición?

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