He aquí un relato que escribí hace ya mucho, mucho tiempo, en una galaxia lejana…
La Vía Verde de la Sierra va tiñéndose de gris, las nubes se deslizan sobre nuestras cabezas y dejan caer pequeñas gotas, apenas visibles, sobre los chubasqueros, las alforjas, los guantes con los que agarramos el manillar. Entramos en uno de los treinta túneles con los que esta vía – cuyo espacio nunca llegó a atravesar tren alguno- nos deleita. La luz artificial no se ha activado a nuestro paso –algunos minutos después, aprenderemos a pulsar el interruptor que hay a la entrada de los túneles que no tienen encendido automático- por lo que la oscuridad va lentamente engulléndonos. A medida que avanzamos, da la sensación de que las paredes oscuras se van estirando y estirando. Ante la ausencia de luz, el resto de los sentidos se hacen más presentes: escucho el rodar de unas ruedas que no veo sobre un suelo que no veo, oigo mi rítmica respiración, siento el calor del cuerpo, que empieza a sudar, la presión que mis pies ejercen sobre los pedales… Y la boca de luz arqueada me recibe por fin, me entrego de nuevo a la luz, a los cielos oscuros sobre los que flotan nubes de distintos grises, a los campos mojados y a los trinos de los trigueros. El viento muerde las costillas, y me subo, una vez más, la cremallera del chubasquero que me protege del frío de esta Semana Santa andaluza pasada por agua…
Al cabo de algunos minutos, llegamos al puente, frente al peñón de Zaframagón, y nos detenemos (pata de cabra, giro de manillar, equilibrio inestablemente estable) Queríamos divisar los buitres leonados que sobrevuelan los peñascos describiendo círculos, pero la lluvia vuelve a arrancar. Las 14:20 horas. Ya no nos da tiempo a llegar donde está el resto de cicloturistas de los Encuentros, además –pensamos- seguramente la comida bajo la enorme encina se habrá visto truncada por el agua, así que decidimos regresar a Olvera. Sólo llevamos 14 kilómetros, pero la vuelta, debido a la ligera ascensión, el viento y el barro del suelo, se hace más dura que la ida. Respiración agitada, piernas cansadas, calor de nuevo en el pecho, las axilas. Algunos toros bravos mugen a nuestra izquierda, y un poco más adelante unos perros salen a nuestro encuentro, ladrándonos, y escoltándonos algunos metros. La lluvia amaina. Salimos de otro túnel. Un cernícalo da vueltas sobre los olivos, se detiene y queda suspendido, diríase que pegado a ese cielo ahora azul. La arena del valle es roja y desciende en busca de la vaguada tachonada de distintos verdes, rojos y ocres. Decidimos hacernos una foto con este túnel. Águeda coloca su bici en el interior y yo la mía en el exterior. Sobre el trasportín de la suya, colocamos precariamente las cámaras. Activamos los disparadores automáticos y salimos corriendo hacia mi bicicleta. Rodeo su cuerpo entre mis brazos. Los cascos impiden a nuestras cabezas reposar la una sobre la otra. Los disparadores saltan y rubricamos el evento con un beso. Cuando estamos pensando en arrancar de nuevo, escuchamos un fragor, lejano, proveniente del túnel, que va en aumento. Nos miramos. Parece que se acerca. Pero no puede ser. No se permite el tráfico motorizado en la Vía Verde. El desconcierto paraliza nuestros gestos, nuestras miradas, el ruido sigue creciendo… Sin ningún lugar a dudas se acerca a nosotros. Gritamos para quitar las bicis, pues cualquiera que sea el vehículo no tendrá tiempo para frenar y las arrollará. Los reflejos muerden nuestras piernas, nuestros brazos. Cada uno corre hacia su bici para ponerla a un lado. El fragor aumenta y aumenta y en mi imaginación se disparan imágenes voluptuosas (un tren, un trailer… la mente no repara en tamaños ni en existencia de raíles, sólo sabe activar mecanismos de defensa.) De repente, el monstruo mecánico aparece: un cuatro por cuatro conducido por un anciano que no debe ir a más de 20 kilómetros por hora. Al salir del túnel, el sonido que producen sus ruedas desciende a niveles irrisoriamente reales. El hombre nos mira y sonríe amigablemente. Le vemos alejarse despacio. Águeda bromea con el espectáculo de mi cuerpo corriendo, le recordé a Indiana Jones escapando de algún peligro inminente. Reímos juntos. Nos montamos en las bicis, pedaleo suave, el viento…
El mago de Oz: la voz amplificada que asusta, la sombra engrandecida por una luz bien colocada… Cuántas cosas no son lo que parecían… Cuántos miedos paralizando las ruedas de nuestras decisiones, llenando de tierrecilla nuestras cadenas, haciendo chirriar nuestros cambios… Sonrío de nuevo. Sigo pedaleando. Tomaremos un café, calentito, en algún bar, leyendo un buen libro hasta la hora de la cena. Qué placer estar vivo, junto a ella, mientras los cernícalos aletean, las amapolas se mecen y las bicis siguen rueda que te rueda, al ritmo de mi corazón.