Ave, César, los que van a pedalear (y perder el tren) te saludan

La mañana es fresquita cuando bajo orgulloso, pedaleando, Bravo Murillo. Es temprano aún, no hay muchos coches. Intensa sensación de libertad en un asfalto tomado por asalto, calles a las que mis ruedas van arrancando el sueño. Me emociona ir camino de Atocha sabiendo que, en breve (pobre iluso) estaré cogiendo un tren que me llevará al lugar donde comenzaremos la Vía de la Plata. Algunos minutos después, he sacado dos billetes, indicando que viajamos con bicicletas. Luego he estado sentado, en el invernadero de Atocha, cerca de una hora, mirando las tortugas, leyendo mi librito, hinchando un pelín las ruedas… Cercana la hora de la partida, veo pasar a dos ciclistas, en dirección a las vías y les sonrío. Camaradas de viaje, supongo, en esta Semana Santa que algunos afortunados podemos empezar a gozar antes que los demás. Cuando Alicia llega, nos dirigimos tranquilos al control (desmonta alforjas, pulpo, saco, cinta negra, máquina, guardia jurado, televisor, cara de concentración, cinta negra, bultos avergonzados de haber mostrado sus intimidades, monta alforjas, saco, pulpo, adiós, adiós) nos dirigimos hacia el andén y, en el control de acceso a las vías, cuando queremos dar los billetes, nuestra primera sorpresa (vendrán más, no os impacientéis): nos dicen que ya han entrado dos bicis en el tren (¡maldición, los que he visto antes!) y este tren, que es de altas prestaciones (¿encima cachondeo?), sólo tiene capacidad para tres bicicletas. Vienen los ruegos, los «desmonto mi bici y la convierto en un bulto», los «no puede ser porque sobrepasa las dimensiones de bulto» “no las sobrepasa”, “sí”, “¡No! (mirada intimidatoria, el ambiente se va enrareciendo), “no” (mirada tranquila, pasando del tema), los «mecagüentoyohesacadolosbilletesdiciendoqueteníamosbicis», pero de nada sirve ante la férrea labor de placaje que nos hace la cuadrilla uniformada. Nos remiten a Atención al Cliente, pero nuestra atención de clientes se centra en ver,  aterrados, ¡hipercabreados!, cómo el tren se marcha ante nuestras ruedas. Baja a atención al cliente, escucha su comprensión, su «tenéis toda la razón», su «podéis escoger entre el dinero u otro billete», y así nos vemos redactando la queja y cambiando nuestros billetes para el siguiente tren, que sale dentro de varias horas y que en vez de las cinco y pico, va a necesitar… ¡siete horas! para llegar a Mérida, (¡oh, Emerita Augusta, tú que con tanto pesar escuchas el llanto de estos dos pobres cicloturistas que, a cientos de kilómetros, se ven impedidos a arribar a las puertas de tu gloriosa ciudad!) Con dolor de gladiadores heridos por tridente oxidado, se nos informa de que la persona que nos vende el billete de tren no puede saber en ese momento –ni nunca, vamos a ser francos- si hay espacio o no en el mismo para las bicicletas, porque nadie le ha comunicado, ni el ordenador le puede mostrar si –como ha sido nuestro caso- ya se ha hecho reserva previa de las plazas para bicicleta de las que dispone el tren, por lo que lo mismo da que le digas que viajas con bici como que llevas para el desayuno un bocadillo de mortadela…Recibirás la misma agradable sonrisa y se te extenderá un billete que te conducirá, directamente, a la puerta del misterio. “¿Habrá espacio en este tren de altas prestaciones para la bici?”, te preguntarás, acariciándote la barbilla, eso sí, sin poder mirar el Mare Nostrum ni su inmensidad antaño azul surcada de galeras, pues ante ti tan solo tendrás mesas donde ávidamente son devorados cafés con donuts y zumos de naranja. Pero caminarás, sin miedo, con tus sandalias, por la arena, hacia la puerta de embarque…

No hace falta repetir que, varias horas después, tuvimos que pasar otra vez el control (para más detalles, léanse la descripción arriba descriptivamente descrita) y volver, de nuevo, a situarnos frente a la barrera de placaje, que por fin se abrió cariñosa ante nosotros. Cogemos el tren siendo atendidos por la misma cuadrilla laboral, (esta vez de buen rollito: ¿veis como no había problemas, tontitos? Este tren tiene un espacio muy bueno para vuestras bicis, venid, venid, no os preocupéis que ya me encargo yo de ayudaros con la bicicleta, entenderéis que yo cumplía mi labor, etecé, etecé)

Tras arrancar la máquina, descubrimos que viajar en este regional es interesante de ser vivido, como mucho, una vez en la vida. Parece, en algunos tramos, una diligencia que a punto estuviese de descuajaringarse. El traqueteo cafetero, la velocidad punta que alcanza en determinados momentos (acabo de ver a dos escarabajos haciendo el amor), son factores que inducen a recordar aquellos viejos tiempos nunca vividos, afortunadamente, en que uno echaba el día (con su noche correspondiente) para llegar desde la capital de la Península a uno de sus puntos extremos. Ante esta ralentización temporal, observo los olivos, las sendas de tierra que serpentean entre ellos, y casi me parece ver a esas legiones que, a pie, recorrían las calzadas a lo ancho y pancho de Hispania, (y lo hacían, seguramente, más veloces que nosotros…) Reflexiono y descubro, con pesar, cómo esta experiencia pone de manifiesto la distancia existente entre mis valores – mi apología por la lentitud frente a las prisas y el estrés-, y el modo en que reacciono ante una situación que me permite ponerlos en práctica. Como en tantas otras cosas que defiendo, me digo que aún me queda mucho por aprender, por vivir, para ser coherente conmigo mismo…

Emérita Augusta se sorprende al vernos llegar de noche, pues sabe que hace ya muchos lustros abandonamos nuestra villa, cerca de Complutum, pero nos acoge cariñosa y, para compensar el agravio sufrido, nos facilita un albergue de peregrinos donde dormir (¡por los dioses!, ¿camino de peregrinos?, ¿a Santiago de Compostela? ¡Un nuevo espacio okupado a los paganos por la Santa Madre Iglesia!) El albergue es un bello edificio de piedra donde algunas horas más tarde, cuando queramos mimir, seremos deleitados por el potente roncar de un hombretón de barba blanca y prominente buche (umm, se parece a Santa Claus…) que me obligará a utilizar los tapones para los oídos que a punto estuve de no coger por creerlos innecesarios. Pero eso será después, porque lo primero que hicimos fue cenar y, luego, visitar la ciudad. Una urbe que se abrió, silenciosa, ante nuestros pasos meditabundos, ante nuestras preguntas, que buscaban un acto festivo nocturno en el centro de la emérita Emérita Augusta. A lo largo de nuestro caminar, nos encontramos con el Arco de Trajano -que en realidad es de la época de otro emperador-, y con el Templo de Diana -en el que nunca se rindió devoción a dicha diosa-. Seguimos recorriendo esta ciudad de sutiles engaños y, después de ver una dramatización del juicio de Cristo en el que los soldados romanos reían y saludaban a los suyos, entre el público, volvemos (¡Santa Claus nos espera con su sierra sonora!) al albergue. Al día siguiente emprendemos nuestro camino, esta vez sí, por fin, sobre nuestras queridas bicicletas a través de la Vía de la Plata. Del hermoso viaje, pinceladas: campos rojos, verdes, amarillos, muchas pedaladas, encinas, conejos, un miliario romano, águilas, algunas averías, camaradería, sendas de piedras molestosas, bajadas espídicas, otro miliario tumbadito, algún amago de lluvia, Santa Claus roncante en el siguiente albergue, unos ciclistas del País Vasco que recorren la Vía desde el norte, otros de Madrid que se desviarán hacia Monfragüe, bocatas, sopitas calentadas en el hornillo hecho con latas de cerveza, etcétera, etcétera.

Merida Salamanca, foto 1                                                        Merida Salamanca, foto 2

Tres días y medio después, 235 kilómetros más tarde, me desligo del grupo y pedaleo hacia Plasencia, donde cogeré el tren a Madrid (espero). Para llegar a esta urbe he de subir una ristra de kilómetros pesadísimos, desde Corcubión, por una carretera hipersaturada de vehículos contaminantes que, al pasar, lanzan bruscos golpes de aire sobre mi tranquilo pedaleo arcenístico. También interviene un camión, cuyo conductor no tiene mejor idea que pitarme justo cuando está a mi altura, con lo que si su propósito era avisarme de su llegada, casi consigue que del susto me meta debajo de sus inmensas ruedas. Luego, para más inri, el viento en contra, las patitas cansadas, el sudor que se enfría con este frío y, una vez he coronado la parte más elevada, justo cuando estoy incorporándome del sillín para enderezar mi espalda, zas, un mosquito en el ojo derecho. Estoy solo, no tengo ningún espejo, y le noto moverse inquieto unos segundos. ¡Por Júpiter!, ¿quién te manda meterte ahí? Con cuidado, y fortuna, al tun tun, puedo sacarle, ya cadáver, de mi ojo. Le hago un entierro digno –su cuerpo, muerto ya, ofrecido al viento- y bajo a Plasencia. Con temeroso tembleque espiritual, al sacar el billete, pido confirmación de que tengo plaza para la bici. Un par de llamadas telefónicas y se me dice que sí (¿podré confiar en este señor de azul que me recuerda a otros señores de azul? Que los hados me sean favorables…) Como dispongo de algo de tiempo, realizo una no muy extensa visita a la ciudad: una hermosa plaza mayor, una ración de patatas pobres con pimiento y huevo revuelto, una cervecita y, antes de partir, un encuentro con los camaradas mayriteños. ¡Qué agradable ver esas bicicletas apoyadas unas sobre otras, ocupando un espacio considerable en plena Plaza Mayor, reivindicando otro modo de viajar, de vivir, a lo largo de esta península de bárbaros! ¡Y sentarme, y charlar al solecito! Pero me tengo que ir, que sale mi tren. Me levanto, adiós, adiós, cojo mi bici, tris tras, tris tras, llego a la estación, un té con un bollito, y, al venir el tren de altas prestaciones dejo a mi bici colgada, como si fuera un chorizo -de un gancho terrible que está junto a una ventana- y me siento. Mis muslos burbujean. Me quito las sandalias. Arena entre mis dedos. El sol. Sus rayos oblicuos cayendo sobre esa calzada pisada por legiones antaño invencibles. Roce de escudos, un trote rítmico. El águila imperial reverberando sobre sus cabezas, puntas de lanza que brillan con destellos de plata, ese cielo hermoso (que al día siguiente verterá nieve sobre mis compañeros), esos árboles que son como garabatos sobre el verde, y yo, mirando a través del cristal, que me voy quedando dormido, me…voy…quedando…dormido…, m..e…….. v…o…y………………………………..

Walter Post Villacorta